Como todos los hermanos, se pelean y se besan, se amenazan a gruñidos y se tienden la pata. Seguramente algo de memoria les queda para recordar los días de interminables lluvias y el sueño del techo propio, o más aún, de la familia propia. Juntos en las desgracias, juntos en la buenaventura. Al morocho Rómulo, todavía lo llama la calle como un escenario de aventuras en tercera dimensión. A Remo el rubio, lo conmueve la caricia de quien ahora es su dueña y todo lo demás se vuelve secundario. Bueno es este momento para reconocer que pasé varios días para hacerme su amiga, alimento mediante, y que logré que me aceptaran como parte de su familia. Era yo quien los espiaba desde la esquina, a sabiendas que esas acciones traerían cola. O colas, que me esperan en un baile intenso de alegría a cada llegada, peligrosa de amores.
De vez en cuando a los humanos nos hace bien conseguir que un perro nos dé el visto bueno...